Si he crecido narrando historias, quizá sea porque tuve buenos maestros. Maestras, en concreto. Y afinando más la puntería, diría que la primera cuentacuentos de mi vida vestía constantemente una bata negra de topos blancos, peinaba un moño alto y estrujado de color gris y tenía muy mal humor. Era mi bisabuela y se llamaba Petra.
Cuando la conocí, ella era ya muy mayor. Apenas se movía de la cama a la vieja mecedora de canage beige, que se movía constante en mitad del comedor.
Tenía muy mal humor. Muy, muy mal humor. La recuerdo siempre enfadada. Abroncaba a mi abuelo —su yerno— de formas sorprendentemente graciosas. Recuerdo que le llamaba «carnuz», «cabeza buque» y otras cosas por el estilo, con las que yo me sonreía. Ella me miraba y arqueaba la comisura de sus labios, como si estuviera a punto de responder mi sonrisa con otra. Pero después, justo cuando estaba a punto de esbozarla, se retraía y volvía a ese semblante serio que siempre caracterizó a mi abuela Petra.
Si ella fue mi primera cuentacuentos, es porque solo hacía una cosa, además de refunfuñar durante todo el día: contar historias. Bueno, más que historias, su historia. Y más en concreto, el día que bombardearon su pueblo en aquel verano del 37: Belchite.
A poco más de 50 kilómetros de Zaragoza, encontramos uno de los monumentos contra la guerra y la sinrazón más importantes, no solo de España, sino del mundo.
PERO ¿QUÉ ES EL PUEBLO VIEJO DE BELCHITE?
Ahora, que cada vez más por desgracia, comienzan a faltarnos testigos vivos de lo que significó la Guerra Civil en nuestro país y en Aragón, Belchite es el ejemplo físico de cómo una guerra es capaz de asolar una ciudad al completo. En 1935, casi 4000 personas residían en el pueblo. Tras el golpe de Estado de 1936, se sucedieron dos batallas: la primera, entre el 24 de agosto y el 6 de septiembre de 1937 en la que los republicanos trataron de recuperar el pueblo a los falangistas. Más tarde, en 1938, los falangistas recuperaron la localidad, en pleno desmoronamiento republicano. Entre las dos, fallecieron más de 5000 personas y el pueblo quedó completamente asolado. Dos victorias pírricas, una para cada bando. Pero eso ya no importaba. Al menos, no en Belchite.
Tras la guerra, se decidió mantener el pueblo viejo como muestra real de lo que conllevaba una guerra y no se rehabilitó. Hasta 2002, las ruinas de Belchite no fueron catalogadas como Bien de Interés Cultural.
¿QUÉ INTERÉS TIENE VER UNAS RUINAS?
En primer lugar, no son solo ruinas. Cualquier visitante podrá recorrer sus calles gracias a las visitas guiadas que se contratan en la entrada u online, mientras nos explican paso a paso, calle a calle, lo que sucedió. Seremos capaces prácticamente de escuchar el sonido de las detonaciones, de sentir el miedo. Veremos el efecto de los bombardeos, las marcas de cada una de las balas que acabaron marcadas para siempre, no solo en las retinas de sus habitantes, sino también en las fachadas de este maravilloso pueblo. Hay un antes y un después tras visitar Belchite. Porque lo mejor y lo peor del ser humano, será expuesto ante ti con una crudeza digna de ser recordada.
En segundo lugar, para tomar consciencia. De lo que pasó y de lo que tenemos que hacer para que no vuelva a suceder.
¡TAMBIÉN PARA LOS AMANTES DEL MISTERIO!
Sí, para vosotros también, Belchite guarda algo especial. Si sois seguidores de «programas de misterio», sabréis que el pueblo viejo de Belchite guarda muchos de ellos. En concreto, algunos expertos dicen haber grabado psicofonías en las que se recogen lamentos, explosiones y sonidos relacionados con aquellos catorce días de batalla. Si os atrevéis, ¡la ruta nocturna es la mejor opción para vosotros!
Así que amigos, amigas, Belchite es un pueblo único en nuestro país y una visita obligada para todos. No solo porque os pondrá los pelos de punta, sino porque supone una apertura mental y física a los estragos de una guerra, que no puede quedar en el olvido. Cuantos menos testimonios vivos queden de algo así, más cerca estaremos de repetirlo.