Pasé mi adolescencia deseando salir de Zaragoza. Nunca supe muy bien por qué. Quizás, por esa extraña sensación de que aquí nunca pasaba nada. Que las cosas importantes pasaban en otros lugares. En Berlín, en Barcelona o en Londres. Yo, adolescente rebelde, siempre pensé que mi lugar era ese. Quería vivir en lugares donde sucedieran cosas, desde donde se abrieran telediarios y se estrenaran películas.
Y me fui. Mi primer destino fue Shanghái, tras una propuesta laboral de unos meses de duración. Adiós a la monotonía, al cierzo y a las temperaturas extremas. Olvidé revisar la climatología china, que conocí en en cuanto se abrieron las puertas del aeropuerto. El problema no era la temperatura —esos 42ºc ya los había vivido antes—, sino la humedad de más del 90%.
Y en Shanghái viví mi primera vida solo. Descubrí por primera vez lo que era viajar cada día en metro, tardar más de una hora en salir de la ciudad y un intento de secuestro express, que solventé con más suerte que maña.
No había sido el estreno deseado, pero quizás el paso había sido demasiado extremo.
Acepté con agrado el siguiente destino: Barcelona. Si había sobrevivido aquellos meses en China, sería coser y cantar. Listé todas las cosas que siempre había querido hacer en Barcelona. Pero antes, tenía que buscar un piso.
LOS ALQUILERES Y LA GENTRIFICACIÓN
Con mi sueldo, la única opción era compartir piso. ¡Como en las pelis!
Pronto descubrí que Friends era ficción y que, más que amistades inseparables y amores fugaces con las vecinas, compartir piso consistía en discusiones sobre limpieza y gastos compartidos injustificados.
El casero decidió tras mi entrada asignar el resto de estancias a nuevos inquilinos. Cuatro habitaciones: una para mí, una para un músico —que ensayaba en casa—, otra para una pareja joven y la última para otra pareja con un perro. Seis personas y un perro en cien metros con un solo baño.
Cambié de trabajo y con un sueldo un poco superior, el paso lógico era irme a vivir solo. Lo único que pude pagar fue un semisótano de setecientos euros al mes, más setenta de parking.
El día que la lavadora y el termo, de los 70s, se rompieron a la vez, avisé al casero. Me respondió: «¿Sabes que lo que te cobro a ti al mes podría cobrarlo por un alquiler vacacional de diez días?».
LOS ATASCOS
Recuerdo que el primer día que salí hacia el trabajo —este nuevo empleo estaba fuera de la ciudad, a 12 kilómetros de Barcelona— hice una llamada.
—Papá, ha habido un accidente, está todo colapsado —le dije.
No vi ambulancias, ni helicópteros, pero el atasco era evidente. Tardé una hora y media en llegar al trabajo.
Al día siguiente, otro accidente. Y al otro. Tras el quinto día, lo descubrí. Nunca había habido un accidente. Aquello era lo normal.
Descubrí que quedar después del trabajo, suponía una hora de transporte, otra de aparcamiento y casi tres euros la hora de zona azul. Una media de diez euros por hora.
Así que el día a día, consistía en salir de trabajar casi a las siete de la tarde y huir cuanto antes para no pillar tráfico hacia casa.
Siete años en Barcelona en los que aprendí que las cosas geniales de las películas existen. Pero que, en ellas, no te lo cuentan todo. O no queremos verlo. Que en Friends, tres personas maduras con trabajo fijo tuvieran que compartir piso hasta los 40 años nos pasó desapercibido.
ZARAGOZA, HISTORIA, OCIO, COMODIDAD Y UNO DE LOS MEJORES LUGARES PARA VIVIR
Cuando volví a Zaragoza, lo hice con mi pareja: una barcelonesa que siempre había vivido en el centro de su ciudad. ¿Se acostumbraría a un lugar como este?
De repente, ella descubrió —y yo redescubrí—, que aquí el alquiler es asumible, que en veinte minutos estás en cualquier parte, que la gente es acogedora, que las cervezas valen menos de tres euros y que quince kilómetros se recorren en coche en menos de media hora.
Que tenemos una Historia maravillosa, que hay futuro, que somos referente en la logística mundial, que hay grandes y pequeñas empresas, que la gente se apoya y que se puede ser feliz.
Que tenemos dos grandes ciudades a menos de dos horas en tren y menos de cuatro en coche.
Y que el cierzo, en el fondo, tampoco sopla todos los días.
La comodidad y belleza de esta ciudad están menospreciadas. Y conforme creces y descubres lo que hay ahí fuera… lo único que deseas es poder quedarte y vivir, que no sobrevivir.
POR TODO ESTO, VOLVÍ A ZARAGOZA.