Por Juande Blasco
Para muchos, noviembre es el peor mes del año, título por el que pelea con su rival febrero, el loco, que tiene veintiocho. Noviembre no gusta por frío, por gris y por soso. Se encuentra entre el mes glorioso de Pilares y el mes mágico de la Navidad. Noviembre tiene el síndrome del hermano mediano, y el cierzo y las miradas de deseo a la ropa térmica de la gente no ayudan. Pero me gustaría reivindicar el encanto de su aire solitario. Charles Bukowski dijo una vez que “el amor de una persona solitaria es lo más auténtico que puede existir: Te elige por elección, no por compañía”. No creo que noviembre sea tan malo. Me niego a creer lo que dicen los estudios sociológicos que lo vilipendian. Así que hoy decido levantarme y darle la vuelta al noviembre zaragozano. Quiero que el mes solitario me elija.
Empiezo el día desayunando en Churrísimo. Un chocolate con churros por la mañana es una declaración de intenciones. Ya sabemos que abusar del azúcar no es bueno y que se acercan las navidades, pero ¿para qué entreno cada semana si no es para disfrutar de unos buenos churros de vez en cuando? Me gusta el ambiente de esta cafetería. Tiene la energía de un lugar que ha decidido innovar con la tradición y reinventar lo clásico sin desprestigiarlo. Es un rincón para los que necesitamos darnos un homenaje con un buen café o chocolate con churros clásicos, o churrolazos que parecen sacados del vibrante Brooklyn. Además, siempre me atienden de mil amores y la amabilidad debería ser el ingrediente “secreto” de todo establecimiento. Anoto un par de líneas en mi cuaderno mientras me entrego al espesor del chocolate. Las releo. Son algo torpes. El azúcar de los churros cae sobre las páginas y se cuela en el pliegue central. ASMR.
Termino mi taza y salgo decidido a dejarme llevar. Me bajo por la calle Don Jaime hasta el puente de Piedra. Me quedo mirando el río y, cómo no, el Pilar. Hace frío. Estiro las mangas de la chaqueta para que me cubran las manos. ¿Qué tendrá esta vista que te hace sentir tan bien, tan en casa, tan pequeño, pero parte de la ciudad? Supongo que hay algo en su familiaridad que me reconforta. Hay cosas que permanecen pese a todo. Es la misma vista que contemplaba de niño, antes de dejar la ciudad para estudiar, trabajar y ver mundo. El Ebro baja caudaloso, hasta arrastra algún tronco. Año de nieves, año de bienes. Intento que su corriente se lleve consigo algunas de las preocupaciones que me rondan la cabeza últimamente. Simplemente observar el río cumple este propósito.
Continúo paseando por la ribera contemplando los árboles que ya quieren desnudarse con la acción de un viento meloso. Me cruzo con gente corriendo, con una señora que pasea a su perro y con tres personas muy pendientes del móvil. Reflexiono sobre lo mucho que dependemos del smartphone. “¿Cuántos ´me gusta´ tendrá la foto que he subido?”; “¿Me escribirá?”; “Voy a ver cuánto cuesta una freidora de aire”. Me aguanto las ganas de sacarlo. Escucho a los pájaros, sigo observando e intento no rebelarme contra los pensamientos que no puedo escribir aquí. Zaragoza es una ciudad bonita. No es la Barcelona cosmopolita con playa que tanto enamora ni la Madrid repleta de tantos planes que siempre te deja con razones para volver. Tampoco tiene nada que envidiarles a las dos grandes ciudades. Zaragoza es el punto medio, literal geográficamente y también simbólicamente. Cómoda, humilde, con historia y repleta de gente cariñosa pese a tener uno de los climas más extremos de la Península. Cuando eres de aquí a veces cuesta ver todo lo bueno que tiene, pero el haber pasado tantos años fuera me ha hecho reencontrarme con ella de una forma inesperada. La veo renovada, con espíritu de cambio y, aun así, dispuesta a conservar su carisma intacto.
Voy a la plaza del Pilar, el cálido abrazo de la ciudad a todo el mundo que la pise. La mires por donde la mires hay algo en este lugar que te coge y no te suelta. Entro en la Basílica. Hace ya tiempo que la realidad me ha vaciado prácticamente de la fe que tuve hasta los dieciocho, pero mi espiritualidad sigue intacta. El olor a incienso, el silencio interrumpido por los cánticos que se elevan hasta lo más alto de las naves o la quietud del espacio despiertan esa necesidad de conectar con algo que trascienda las propias limitaciones. Me acerco a mirar a la Virgen. Le hablo por dentro, de tú a tú. Una parte de mí espera que me escuche.
Salgo y me dirijo a La Manon para comer. Como mientras garabateo en mi cuaderno –esta vez líneas que me gustan y que salen sin apenas esfuerzo. De vez en cuando escucho lo que la gente habla en las mesas: “No puedo más con el trabajo, pero es lo que hay”; “Pues he hecho un nuevo match en Tinder”; “Está la cosa fatal en el mundo”; “Pero, ¿qué hacen poniendo las luces de Navidad tan pronto?”. Se me antoja divertido contestarles mentalmente: “Déjalo. Encontrarás algo mejor”; “Ve a por él y ojalá funcione”; “Sí que está la cosa fatal, pero aquí estamos comiendo un buen plato combinado”; “Habla con la que dice que el mundo está fatal, os llevaréis bien”.
Pago la cuenta y vuelvo un rato a la oficina. Tengo que responder unos cuantos correos y terminar un par de cosas que adelanté ayer. Miro por la cristalera. La luz empieza a vestirse de tarde. Salgo a la calle Alfonso por Espoz y Mina. Hay música en la calle. La gente va con las bolsas de sus compras. Dos amigas se ríen de algo con una gran carcajada. Noviembre no es tan desolador. Subo a Independencia. Huele a castañas asadas, lo que activa muchos recuerdos de cuando era niño. El papel del cucurucho en la mano, la castaña rancia, la castaña que cuesta de pelar… Compraría unas si tuviera hambre, pero elijo alimentarme del recuerdo. No obstante, volveré.
Ya es muy de noche y quizás sea eso lo peor de la temporada. Al menos, para mí. Soy bastante friolero y a no ser que esté acompañado, el que oscurezca pronto me llama a la lectura o a ver una película con una buena manta. Aun así, saco fuerzas y voy a casa, me cambio y salgo a hacer algo de ejercicio. Llego hasta el parque Grande en tranvía. Allí saco mi comba y salto mientras veo a otros correr, pasear al perro o simplemente caminar. Subo y bajo unas cuantas veces las escaleras del Batallador. Vuelvo a casa con esa satisfacción de victoria que se tiene al haber terminado una buena sesión de ejercicio. La ciudad está vibrante. Intento conectar con los rostros de los que caminan con la mirada perdida o con determinación. Esta es Zaragoza, su gente, con sus anhelos, con la lista de la compra en la cabeza, con sus ganas de llegar a casa para ver a sus hijos, con su cara de “cómo podía quejarme en agosto del calor”…
Noviembre no es el problema. Tampoco lo somos nosotros. No hay culpables, sólo estaciones. No puedo pasar todos los días como este. Habrá otros en los que llueva, otros en los que me tenga que quedar en la oficina, otros en los que la sonrisa de la portera del edificio sea la forma de que todo salga bien y otros en los que pondré en práctica que noviembre es quien yo quiera que sea. A Zaragoza le sienta bien cada mes. Se adapta a ellos, levanta la cabeza y muestra su mejor cara. Es así porque no deja que un día la defina.