Me pregunto por qué el hombre inventó la guerra.
En junio de 1808, el ejército de Napoleón ni una piedra en pie pretendía dejar en la Puerta del Portillo, convirtiéndola así en el primer Sitio de Zaragoza. Testigos muchos, quienes lo contaron pocos, y quienes sobrevivieron, menos.
Esta historia cuenta que, aquella mañana amaneció con un manto de niebla y una racha de cierzo les visitó y a las baterías ni el pelo se les movió. Parecía que el tiempo se parara donde nunca pasa nada rompiéndole la cadena que ataba el reloj a las horas.
Algunos hombres comenzaban a despertarse, unos volvían de sus guardias y otros empezaban a preparase tras las baterías. Algunas mujeres daban aún vueltas en sus camas deseando despertar de un mal sueño de una noche de verano y estar lejos de todo aquello y otras, ya en pie, preparaban comidas, suministros y todo aquello que les sirviera para luchar.
La ciudad aún medio dormida, se despertó al oír los pasos de los caballos y los tiros de los cañones. Abrieron los ojos para ver y con el destino se encontraron de cara. El primer cañonazo hizo que el mundo se parara, pero el tiempo no lo hizo. Nuestro ejército tenía bandera y éramos un solo corazón latiendo con valor unidos contra la guerra. Todo lo que fue, fue aquello que no puedo ser.
La protagonista de esta historia, fue una heroína, que si hoy de ella un cómic se hiciera, llevaría botas, capa y corona. Pero en esos tiempos, calzaba alpargatas, falda y mantón. Y como poder, su coraje y su valor.
Entre humo, niebla, cierzo, olor a pólvora y a muerte, avanzaba por la calle abrazada a la tristeza jugándose la vida para llevar comida a los hombres que allí luchaban y caían tocados y hundidos. Miraba atrás y la sangre seguía viva pero los hombres yacían muertos. Se vio sin querer con la soledad pegada a su alma mientras los cañones seguían rugiendo y los llantos desconsolados que estrangulaban las gargantas de aquellos que arriesgaron su vida convencidos de que se pierde más por miedo que por intentarlo.
Como una heroína, Agustina, sabiendo que le esperaba la muerte traicionera, tuvo que soltar todo lo que en las manos tenía, se agarró muy fuerte a sí misma y cogiendo un botafuegos de la mano de un hombre agotado sin apenas aliento, se dirigió al cañón que allí latía, prendió la mecha y rugiendo metal y fuego arrasó todo lo que por el camino se cruzó. Su valentía dio la fuerza que les faltaba a los hombres y a las mujeres debido al agotamiento y al miedo, haciendo que ese corazón volviera a unirse para defender Zaragoza latiendo con más fuerza y valor.
El heroísmo de Agustina fue reconocido, siendo así admitida dentro del cuerpo de artilleros. No sería ni la primera ni la última vez que se agarraría a su valor para seguir luchando. Allí donde iba, se le conocía, se le conoce y se le conocerá.
Hoy en día, sus restos se encuentran en el mausoleo de las Heroínas de los Sitios de Zaragoza, en la capilla de la Anunciación de la iglesia de Nuestra Señora del Portillo, junto con los restos de otras heroínas.
En las guerras no solo luchaban ni luchan los hombres. Una mujer no tiene que empuñar un botafuegos para ser una heroína. Una heroína no tiene que salvar una ciudad para ser reconocida.