POR JUANDE BLASCO
De vez en cuando jugueteo con la memoria y encuentro algún recuerdo de la infancia en los que el invierno de Zaragoza parecía eterno. Madrugar para ir al cole era un verdadero suplicio cuando, al salir de casa, un cierzo helador te ayudaba a entender a los habitantes de Siberia. La voz de mi abuela parecía acariciarme la piel cuando me insistía: “tápate la boquica con la bufanda, para que no te entre frío”. Hoy, unos cuantos años después, echo de menos a mi abuela y también el frío. Estamos a mediados de marzo y no sé cuántas veces he oído lo de que estamos teniendo temperaturas inusuales para esta época del año. Sí, hemos pasado frío algunos días, hemos visto la niebla e incluso nos ha nevado, pero por mi cuerpo no ha pasado el invierno.
Algunos se alegrarán. Hay frioleros insaciables que harían cualquier cosa por traer a nuestra ciudad el clima canario. Pero otros, como yo, disfrutamos de los cambios y de las estaciones a pesar de que en el momento, frío o calor, se sientan crueles y extremos. ¿Cómo entender la promesa de renovación de la primavera sin la pesadumbre de apenas ver el sol en dos semanas? Sin frío, ¿cómo disfrutar de esa sensación de quedarse quieto en un semáforo en rojo sin que el sol te dé en la cara y te caliente los huesos? La mayoría de las cosas que habitan este mundo se entienden mediante la ausencia y su contraste con lo anterior. El poder de la nostalgia es fuerte porque, cuando nos azota, lo que no está se siente todavía más dentro de nosotros.
Por eso me entra la pataleta cuando pienso en este invierno que juega a disfrazarse de primavera. ¿Hasta cuándo se puede alargar la esperanza de eso que no llega? ¿Para qué mantener viva una estación que ya jamás será la de mi infancia y mi adolescencia? Este invierno descafeinado, con sus vaivenes, parece alterar la percepción del tiempo y ya no sé si el otoño sigue aquí o se acerca la primavera. Una suerte de juego de sogatira entre Pilares y Semana Santa en el que la única salvación es consultar el calendario.
Aun así, me niego a renunciar a los placeres propios de estas fechas: un chocolate con churros que supla la falta de alegría que implican menos horas de luz; ponerme ese jersey azul celeste que hace que mi madre me diga siempre que me hace juego con los ojos; pasear por el puente de Piedra para que el frío helador me diga a la cara que estoy vivo… Me cuesta aceptar que me arrebaten esas pequeñas cosas que considero puramente zaragozanas. Frías, pero con calorcico.
Se nos da bien esperar en Zaragoza. Tuvimos paciencia cuando fuimos candidatos a la Expo. Nos podemos tirar años esperando que nos hagan el piso de Arcosur. Supimos aliviar con un suspiro todas las veces que vimos los andamios en la torre del Pilar. Da igual si es cuestión de horas, pero el día de la ofrenda esperamos lo que haga falta para que nuestras flores lleguen a la Virgen. Pero, ¿cómo se entiende la espera sin esperanza? “Nza” es impronunciable. Y es que, con estos débiles coletazos de bajas temperaturas uno debe asumir que, a lo mejor, ese invierno que esperamos nunca llegue.
Basta de incertidumbre, de ese sentimiento de “se me han llevado una estación”. Se acabó el quedarse quietos. Porque, ¿qué podemos hacer? El tiempo, tanto el clima como el que pasa, nos viene dado sin que podamos cuestionarlo. Escapa a nuestro control y aceptarlo es el único recurso posible para esquivar la frustración. Frío de mañana, calor por la tarde; Zaragoza sabe lo que está por venir. Pero nosotros, los zaragozanos, no tenemos ni idea. Y, ante eso, sólo nos queda una cosa: dejarse llevar.