La Zaragoza que no cambia nunca… y la que cambia deprisa

En la ciudad de Zaragoza conviven dos pulsos aparentemente opuestos: uno pausado, casi eterno —la luz que atraviesa sus calles, la piedra que sostiene generaciones, el viento que…

Redacción Zaragoza Ciudad
19 de noviembre de 2025
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En la ciudad de Zaragoza conviven dos pulsos aparentemente opuestos: uno pausado, casi eterno —la luz que atraviesa sus calles, la piedra que sostiene generaciones, el viento que se cuela entre las fachadas antiguas—; y otro vertiginoso, que amenaza con transformar sin pausa cada rincón, dejando a veces un rastro de nostalgia. Este artículo explora ese contraste: la identidad que resiste y la transformación que muchas veces llega sin preguntar.

La Zaragoza que no cambia nunca… y la que cambia deprisa

Permanecer: lo que no cambia

Desde su origen como la col­onia romana de Caesaraugusta, Zaragoza lleva consigo huellas profundas: murallas, trazados, plazas y edificios que testifican siglos de historia.
Por ejemplo, parte de la muralla romana todavía condiciona el trazado urbano actual: esas viejas piedras son una memoria viva. 

La luz del Ebro, los atardeceres sobre el puente de piedra, los patios interiores, los barrios que crecen pero conservan ese sabor a “ciudad que he visto siempre” crean un tejido emocional. Y en ese tejido se refugia la identidad de los que viven aquí.

También encontramos esa permanencia en la cultura: la ornamentación mudéjar, el ladrillo, la tradición del paseo junto al río, la forma de estar en la ciudad con calma. Estos elementos no dependen de modas; dependen de raíces.

En momentos personales, cuando uno busca un abrigo emocional, Zaragoza ofrece ese abrazo sin grandes aspavientos: sentarse en un banco frente al río, ver los reflejos del atardecer entre los álamos, escuchar el cierzo quizá. Es la ciudad que, en su parte inmóvil, permite respirar.

Cambiar: la ciudad que avanza sin pausa

Sin embargo, al mismo tiempo, la ciudad se transforma a una velocidad que a veces nos toma por sorpresa. Los planes urbanísticos, las renovaciones de calles, la construcción de vivienda, las nuevas zonas verdes… todo está en movimiento.

Por ejemplo, el Plan General de Ordenación Urbana (PGOU) de Zaragoza ha sido objeto de modificaciones recientes para permitir desarrollos más ágiles y sostenibles, adaptados a los barrios rurales. 

Otro ejemplo: la inversión de 45 millones de euros para grandes obras en calles como el Coso, plaza San Miguel, la avenida Valencia o la renaturalización del entorno del río Huerva.
O la venta de suelos para 106 viviendas en terrenos de la antigua Alumalsa, como parte de la activación de zonas que llevaban años sin uso.

Estos ejemplos revelan que el cambio no es solo en superficies visibles, sino en los cimientos de lo urbano: los usos del suelo, la movilidad, la sostenibilidad, la vivienda, los barrios que antes parecían alejados se incorporan al plan de ciudad.

La Zaragoza que no cambia nunca… y la que cambia deprisa

Identidad y pérdida: ¿qué se pone en juego?

Cuando algo cambia demasiado deprisa quizá lo que cambia es también la sensación de permanencia, ese “yo” que conocía la ciudad de una determinada manera. Surge la pregunta: ¿qué pierdo cuando la ciudad se transforma sin pausa?

Lo que permanece —la luz, la piedra, un callejón pequeño— se convierte en refugio. Pero cuando renuevan esa callejón, o cambian el aparcamiento, o abren un nuevo eje de tráfico que desvirtúa la quietud, la nostalgia brota. Porque lo que uno conocía como “mi Zaragoza” se ha movido sin aviso.
En ese sentido, la identidad se tensiona: por un lado, quiero que la ciudad evolucione (mejorar vivienda, movilidad, espacios verdes). Por otro, quiero que conserve lo que la hace estar “mía” (esas sombras largas, esa forma de pasear, ese barrio donde siento que pertenezco).

La pérdida no tiene que ser dramática: puede ser sutil, elegida o impuesta, visible o intangíble. Cuando el pequeño comercio que conocías se va, cuando se borra un antiguo acceso, cuando la fachada cambia y ya no la reconoces… la ciudad sigue siendo la misma, pero ha variado el marco emocional de habitarla.

Zaragoza vive en dos ritmos. Uno lento, casi inmutable: la piedra, la ribera, la luz que atraviesa la ciudad al atardecer. Otro más veloz, imparable: calles que se transforman, barrios que se actualizan, modelos urbanos que se redefinen.

La clave no está en elegir uno u otro, sino en reconocer el contraste y hallar tu lugar en medio de él. Que la ciudad cambie demasiado deprisa puede generar ansiedad —pero que permanezca sin moverse puede hacer que se sienta quieta, sin respiración.

Tu identidad, como la ciudad, es híbrida: abarca lo que fue, lo que es y lo que puede llegar a ser. Y en esa tensión está la riqueza. Aceptar lo que permanece te da raíces; aceptar lo que cambia te da alas.
Porque al fin y al cabo, Zaragoza no deja de ser esa ciudad intensa que te habita y que tú habitas, con todos sus matices de permanencia y transformación.

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