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El frío del invierno está ya casi en Zaragoza. Una mañana saldrás de casa y estará todo cubierto de niebla, como si la ciudad hubiera decidido meterse debajo del edredón y no salir hasta marzo. La humedad nos crespa el pelo, el cierzo nos muerde los dedos y el Ebro se vuelve un espejo gris donde se reflejan las luces que aún resisten. Y, sin embargo, hay algo profundamente bonito en el frío inhóspito de la ciudad. En cómo Zaragoza, cuando baja la temperatura, se vuelve más de los que se quedan.
La niebla es un fastidio, y más si tienes un pelo incontrolable como el mío, pero también tiene su encanto. A veces parece que protege la ciudad del ruido, de las prisas, de ser un hormiguero atacado. La envuelve, la ralentiza, la hace suya. Es silencio que no es vacío, sino pausa. Como si Zaragoza, en invierno, se tomara un respiro para volver a ser ella misma. Para coger las fuerzas de un oso dormido.
Y es entonces cuando se revela lo mejor de esta ciudad: su forma de resistir el frío a base de calor humano. Las tazas de chocolate en La Fama, los vermús en Almau, las bufandas artesanas en el Banhoff Fest, las luces encendidas temprano en los bares de siempre. En los meses fríos, Zaragoza se llena de madrigueras y de refugios. Y menos mal, porque los necesitamos.
Porque lo que no salva son las cosas pequeñas, de las que menos cuenta nos solemos dar. A mi me salva la sopa de mi madre. Te parecerá una tontería, pero eso te pasa porque no la has probado. Ella lo sabe, que me salva. Por eso me la hace cuando el frío me trae una gripe, y me cura. Y me la hace cuando tengo ansiedad, y me alivia. Me la hace cuando tengo el corazón roto, y me reconforta. Nada se me pasa por ella, pero me consuela con todo lo que me pasa. Me va tan bien, que me la he aprendido a hacer yo, y me la hago hasta en verano aunque el efecto sea un poco más flojito. Es más poderosa con el frío. El de fuera y el de dentro. Pero es que el frío intenso lo ralentiza todo, y nos recuerda que no todo tiene que ser rápido, ni perfecto, ni nuevo. Que hay belleza en lo que permanece, en lo que resiste sin hacer ruido.
La niebla también enseña otra cosa: que Zaragoza tiene un alma invisible. Una que se siente en la forma en que la gente te saluda y se despide cuando entra en una tienda o en un bar medio vacío. Yo, que viví muchos años fuera, aprecio mucho eso. En la total amabilidad con la que se trata a un turista que te pide indicaciones. En cómo se apresura todo el mundo en ayudar a quien se tropieza en la calle. También amo grandes ciudades que han sido mi hogar muchos años pero, en algunas, ya te puedes estar desangrando en una esquina que tendrás suerte si alguien se para y no es para robarte el bolso.
También me encanta que Zaragoza, en invierno, no necesita ser brillante para ser hermosa. Lo es en su forma de acogerte sin aspavientos, en su calma discreta, en su manera de recordarte que a veces el calor está en la gente, no en el clima. Y mientras la niebla va y viene, la ciudad sigue ahí, fiel, terca, bella a su manera.
Porque el invierno no la apaga: la revela. Y entre el vaho, el ruido del tranvía y el olor a café recién hecho, uno se da cuenta de que aquí, incluso en los días más fríos, siempre hay algo que sigue encendido.
Lo que Zaragoza tiene cuando llega el frío
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En las últimas décadas, el turismo internacional se ha multiplicado de forma considerable. Antes era casi inaudito conocer a alguien que hubiera pasado sus vacaciones más allá de los destinos tradicionales o que hubiera conocido islas paradisiacas o entornos exóticos. Esto cambió poco a poco y en nuestro país fueron siendo cada vez más los…
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Ya avisó durante el verano un reconocido economista, que dijo «este será el último verano que viviremos, tal y como lo conocemos, en mucho tiempo». Y es que el buen hombre —del que no dudo sobre su reputado conocimiento y experiencia en el ámbito económico y académico— aludía a la situación estructural del país y…
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