¿Dónde está el espíritu navideño?

¿Tú lo estás sintiendo? Porque yo no.

A 22 de diciembre, solo tres personas me han felicitado la Navidad. Tres. Otros años, a estas alturas, era un goteo constante: mensajes, audios, “felices fiestas” cruzados en el rellano, en el Bonarea, en la oficina. Este año no. Y no es solo una sensación vaga. Es un silencio concreto.

Así que la pregunta se repite, en un eco incómodo: ¿qué está pasando este año?

Durante días pensé que era algo personal. Que era yo. Que quizá estaba desconectada o menos receptiva. He tardado más que nunca en poner la decoración navideña en casa, y me dije que ahí estaba la explicación. Pero entonces mi hija, de noche en la cama, fuera de contexto, me dijo: “No siento que sea Navidad”.

Y eso que hemos hecho todo lo que se supone que hay que hacer.

Hemos bajado al Pilar. Hemos visto los puestos. Hemos paseado entre luces. Hemos ido a ver exposiciones. Hemos tomado chocolate con churros. Hemos patinado sobre hielo. Hemos escuchado villancicos mientras poníamos el belén en casa de mi madre, como cada año. Hasta hemos sacado los pijamas navideños. Todos los rituales concretos. Hasta me ocupé de las localizaciones del famoso spot navideño que se ha rodado en Zaragoza este año. Un extra, en teoría.

Y, sin embargo, algo no encaja. Está todo… pero falta algo.

No puedo evitar preguntarme si esto está pasando solo en Zaragoza o si es una sensación más extendida. Si es algo que se comenta en otras ciudades, en otros grupos, en otras casas. Si el espíritu navideño —eso que no sabemos definir muy bien pero que reconocemos al instante— se ha ido diluyendo sin que nos demos cuenta.

¿Nos hemos cansado del postureo? ¿Los mismos gestos se han quedado vacíos a fuerza de repetirlos? ¿O es simplemente que ya no nos conmueve lo que antes funcionaba?

Hace unos días hice una cena de Navidad. De esas que, en otros años, bastaban para activar la magia. Había turrón, mazapán, regalos de amigo invisible —absurdos, divertidos, inesperados—, risas y conversación. Todo fue estupendo, un rato maravilloso con los amigos. Pero no fue navideño.

Era alegría, sí. Pero no ilusión de Navidad. Y esa diferencia, este año, me pesa.

Para mí, la sensación de Navidad siempre ha sido parecida a la que siento al entrar en un parque temático. Una mezcla de expectación, nervios y suspensión de la realidad. A veces incluso me basta con escuchar la melodía inicial de una película de Disney para que algo se active dentro. Ese tipo de emoción casi infantil, automática.

Este año, nada de eso aparece.

Y entonces surge la pregunta incómoda: ¿nos estamos desconectando de ciertas emociones? Porque, lo que observo es un sentir general. O peor aún: ¿hay algo en el clima mundial que nos está atravesando más de lo que creemos?

Vivimos rodeados de noticias que no ayudan a la celebración. Un mundo donde se persigue a inmigrantes en unas fronteras mientras, en otras, se desangran genocidios. Un contexto internacional que no invita a la ligereza ni a la despreocupación. Quizá esa información constante, esa sensación de desorden global, está calando más de lo que pensamos.

¿Quizá algo parecido a la energía colectiva está avisando de que no todo va bien?

Ojalá no sea eso. Ojalá la explicación sea mucho más simple. Ojalá sea solo una desconexión personal, una Navidad rara que pasará. A veces incluso pienso que tal vez la gente lo nota, nota que yo no estoy ahí del todo, y por eso tampoco me felicita la Navidad.

No lo sé. No tengo respuestas cerradas. Solo preguntas que se repiten con insistencia.

¿Te está pasando a ti también? ¿Estás haciendo todo lo de siempre y, aun así, sientes que falta algo? ¿O eres de los que todavía nota esa chispa al encender las luces?

Quizá esta Navidad no haya que buscar el espíritu, sino de aceptar que algo ha cambiado. Y de mirarlo de frente, sin adornos de plástico ni frases prefabricadas. Aunque solo sea para entender qué nos está pasando este año.