No basta con estar bien

Se dice de Zaragoza que es una ciudad tranquila. Bien. Que los días pasan y se sostienen. Su tamaño obliga más a la pausa que otras ciudades grandes. Incluso se camina aquí más despacio que en Madrid o Barcelona. O, por ejemplo, no existe ese código no escrito de que en las escaleras mecánicas los que se quedan quietos se arrinconan a la derecha y los que van con prisa los adelantan por el lado izquierdo. Me gusta que aquí se pueda respirar. Me gusta no sentir que vivo a contrarreloj constantemente. Me gusta que la vida no me atropelle. Pero, igual que me pasa con las personas, no me gustan las medias tintas y que se confunda paz con calma chicha, con inacción. Quiero algo más.

Durante muchos años yo viví en Madrid. Mi vida era frenética, emocionante, exigente. Rodaba casi todos los días, trabajaba sin parar, hacía películas, cumplía sueños que pensaba que tardarían décadas en llegar. Y lo conseguí joven. Muy joven. Y estaba feliz, sí. Pero también, a veces, me sobrepasaba. Y cuando nació mi hija, todo cambió. No solo mis prioridades: cambió la forma en la que entendía la vida. Y, sobre todo, el tiempo, aún siendo muy joven. Madrid ya no era una ciudad. Era una despedida constante.

Así que hice algo que muchas veces pensamos que “es dar un paso atrás”: volví. Volví porque quería vivir con ella todo el tiempo posible. Volví porque quería ser madre de cerca, no madre intermitente. Volví porque entendí que el éxito que no te deja vivir no es éxito, es jaula. Volví a Zaragoza para estar. Para ver. Para acompañar. Para no saludar con un beso a mi hija ya dormida por la noche… y volver a despedirme de ella aún dormida por la mañana.

Aquí, con el tiempo, volví a rodar. Pero sin la necesidad de decir a todo que sí, porque el piso y la compra no me costaban más de la mitad de mi sueldo, eran otros tiempos. Eligiendo proyectos por su valor artístico. Eligiendo historias que me parecían valiosas para la ciudad. Eligiendo también por pasta, a ver, no todo va a ser romanticismo. Pero estoy aquí porque elegí no perderme la vida. Porque vivir en esta ciudad me lo permitía.

Por eso quiero más para Zaragoza. Quiero para mi ciudad exactamente lo que quiero para la gente a la que amo: que estén bien, sí… pero que no se conformen solo con estar cómodos. Que también vuelen. Que se atrevan. Que se imaginen grandes. Que se sepan capaces. Que se sientan merecedores de una felicidad brillante, ambiciosa, viva.

Estoy aquí porque elegí no perderme la vida. Porque vivir en esta ciudad me lo permitía.

Yo no elijo en mi vida rodearme de gente “suficiente”, normalita, resignada. Me enamora la gente que brilla, que crea, que siente, que sueña, que arde un poco por dentro. La gente que quiere más vida de la vida. Y si eso deseo para mis amigos, mis amores, mi familia… ¿cómo no desearlo también para mi ciudad a la que tanto quiero?

Zaragoza es cómoda, sí. Y ojalá siga siéndolo. Que nadie me malinterprete. Ojalá no perdamos eso que nos permite respirar. Pero una ciudad puede ser hogar sin dejar de ser horizonte. Puede ser refugio sin dejar de ser impulso. Puede sostenerte y a la vez empujarte un poco hacia delante.

No quiero que Zaragoza sea solo un lugar donde vivir tranquila. Quiero que sea un lugar donde vivir intensamente bien. Donde nuestros hijos quieran quedarse sin sentir que renuncian a nada. Donde el talento no tenga que marcharse para florecer. Donde la cultura no sea supervivencia, sino orgullo. Donde la gente no diga “se está bastante bien”, sino “podemos más, merecemos más, queremos más”.

Yo creo, de verdad, que somos capaces de brillar con una tremenda intensidad. Pero no desde la necesidad. No desde la carencia. Desde el orgullo. Desde el amor propio. Desde la conciencia de lo que somos y lo que podemos llegar a ser. La vida que elegimos no tiene por qué ser pequeña. Puede ser tranquila y seguir siendo enorme.

Y creo que Zaragoza también puede.

Ojalá el año que viene sigamos viviendo con calma. Pero ojalá también alcemos bien alto el vuelo impulsados por el cierzo.

No basta con estar bien