El Puente de la Almozara: de nudo ferroviario a icono urbano de Zaragoza

El Puente de la Almozara es hoy una de las piezas clave en la red viaria de Zaragoza. Miles de coches, ciclistas y peatones lo cruzan a diario sin detenerse a pensar que, bajo sus pilares y en la memoria de la ciudad, se esconde una historia que refleja como pocas el desarrollo urbano y social de la capital aragonesa a lo largo de siglo y medio.

Su origen se remonta a 1870, cuando se inauguró como un puente ferroviario. La intención era clara: enlazar las líneas Madrid–Zaragoza y Zaragoza–Barcelona y evitar los transbordos que hasta entonces ralentizaban los trayectos. La estructura original, metálica y de celosía, medía aproximadamente 340 metros y estaba sustentada sobre pilares de hormigón. Diseñado para una sola vía, fue en su momento un avance técnico notable que consolidaba a Zaragoza como un nodo de comunicaciones de primer orden.

Pero el Ebro, con sus crecidas imprevisibles, no tardó en mostrar sus cartas. En 1871, apenas un año después de la inauguración, una riada provocó daños tan graves que se llegó a plantear la demolición del puente. Finalmente se optó por reforzarlo y en 1879 se elevó el tablero para evitar que las aguas lo volvieran a anegar. Estas intervenciones prolongaron su vida útil, pero también dejaron claro que su emplazamiento iba a exigir reformas constantes.

La llegada del siglo XX y el aumento del tráfico ferroviario pusieron de manifiesto las limitaciones de la vieja estructura. Durante la Guerra Civil sufrió además impactos de los bombardeos, lo que agravó su deterioro. La respuesta llegó en 1947, con una gran reconstrucción a cargo del prestigioso ingeniero Eduardo Torroja, ejecutada por la empresa Agromán. El puente se adaptó entonces para acoger dos vías de tren, aumentando su capacidad y modernizando sus materiales. Durante varias décadas fue un símbolo del progreso ferroviario y un paso obligado para miles de trenes de mercancías y pasajeros.

La historia ferroviaria del Puente de la Almozara tocó a su fin en 1976, cuando se inauguró el puente de Miraflores. Desde entonces, el tráfico ferroviario se desvió por el sur de la ciudad y la vieja estructura quedó sin uso. Durante una década permaneció como un puente fantasma, recordatorio de otra época. Sin embargo, el crecimiento urbano de Zaragoza y, en especial, el desarrollo del barrio del ACTUR, pedían nuevas conexiones.

En 1986–1987 el puente volvió a renacer, esta vez para los automóviles. El proyecto fue liderado por el ingeniero Javier Manterola, uno de los grandes nombres de la ingeniería civil española. Tras un profundo proceso de adaptación, el 30 de septiembre de 1987 se inauguró oficialmente como puente viario. Desde entonces, ha cumplido un papel esencial: comunicar el centro de la ciudad con los nuevos barrios al otro lado del Ebro y descongestionar el tráfico que hasta entonces se concentraba en el Puente de Santiago y en los accesos históricos.

El cambio no fue el último. A medida que la ciudad evolucionaba, también lo hicieron sus prioridades. En 2009, dentro de un proceso de mejora de la movilidad urbana, se eliminaron las bóvedas centrales y se creó un bulevar peatonal con carril bici. De este modo, el Puente de la Almozara pasó de ser una infraestructura pensada para el ferrocarril a un espacio polivalente en el que conviven coches, ciclistas y peatones. Se convirtió así en un claro ejemplo de la transformación hacia una ciudad más sostenible y adaptada a nuevas formas de moverse.

Hoy, el puente es mucho más que un simple cruce sobre el Ebro. Para los historiadores y urbanistas representa un ejemplo único de infraestructura híbrida, que conserva elementos del diseño de Torroja al tiempo que integra las aportaciones de Manterola. Para los ciudadanos, es un acceso cotidiano que une barrios y hace más ágil la vida diaria. Y para Zaragoza en su conjunto, es un símbolo de la capacidad de adaptación de la ciudad: de puente ferroviario a puente viario y, finalmente, a vía para la movilidad sostenible.

El Puente de la Almozara ha sido testigo de más de 150 años de historia zaragozana. Nació para los trenes, se reconvirtió para los coches y se abrió después a peatones y ciclistas. Hoy, cuando lo cruzamos sin pensar demasiado, seguimos recorriendo una pieza fundamental del patrimonio urbano de Zaragoza, que habla de su pasado industrial, de su crecimiento demográfico y de su compromiso con un futuro más accesible y conectado.