La ciudad que quiero para mi hija (y para mí)

A mi hija le han mandado en el colegio diseñar su “cole perfecto”. El resultado ha sido una mezcla maravillosa de fantasía y cordura. Cosas como: “el cole…

Pai Alcolea
1 de diciembre de 2025
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A mi hija le han mandado en el colegio diseñar su “cole perfecto”. El resultado ha sido una mezcla maravillosa de fantasía y cordura. Cosas como: “el cole tendría piscina”, sí, pero también “los miércoles iríamos disfrazados de miércoles”, y cada asignatura sería temática: en educación física tocaría escapar de zombis, en historia investigar sucesos paranormales, en música interpretar marchas fúnebres. Es una genia, y esto es objetivo.

Después de maravillarme con tanta imaginación, pensé en cómo sería para mí la ciudad perfecta. Y quise mantener esa mezcla de ilusión infantil y adultez práctica. Una lista de deseos muy propia también ahora que viene la Navidad. Aviso: esta es la mía. La que pediría yo.

De entrada, lo que más me importa como ciudadana: una ciudad de la que no tenga que protegerme encogiéndome, apretando el paso, calculando rutas o mirando al suelo. Quiero una Zaragoza que no me obligue a ser valiente todo el tiempo. Porque ser valiente agota. Y nunca debería ser un requisito para volver a casa un martes por la noche.

La ciudad que quiero —y aquí empiezo a soñar un poco más— es una con bancos cómodos a la sombra de árboles viejos y frondosos; bancos enfrentados, con mesas y una papelera al lado. Para bajar a tomar la fresca, llevarte algo de casa, compartirlo. Para vivir despacio, que es un anhelo que arrastro. Plazas para quedarse sin prisa, llenas de naturaleza cuidada y respetada. Calles por donde caminar sin esa sensación de “tira, tira, no molestes”. Una ciudad que entienda que la vida real no ocurre solo en las terrazas ni en los centros comerciales, sino en lo que hay entre medias: en la sombra de un árbol, en un banco orientado al Ebro, en un parque donde nadie te mira raro por simplemente existir.

Quiero una Zaragoza que me cuide. Y que cuide a quienes cuidan. Sin barreras arquitectónicas para quien lo tiene más difícil. Con sanitarios suficientes y bien pagados. Una ciudad que, cuando me haga vieja, me ofrezca un brazo para sostenerme en un paseo lento, y no me esconda bajo la alfombra de mi casa o de la residencia para no molestar a los productivos de siempre.

quiero

Para los jóvenes también tengo deseos —tengo una en casa—. Espacios donde relacionarse con gente de su edad, de otros coles y barrios. Donde desarrollar intereses artísticos o deportivos. Donde aprender, si quieren aprender, o simplemente estar, si solo quieren estar. Espacios con adultos que guíen y acompañen sin invadir. Esto lo tuvimos. Ojalá volviera, aunque quizá es el deseo más fantasioso de todos. Y eso que pensaba pedir unicornios y pegasos en el Parque Labordeta. Quiero una ciudad que los escuche. Que no solo les pida que consuman, que voten o que se porten bien, sino que pregunte qué necesitan, qué desean, qué les preocupa, qué están imaginando que aún no existe. Porque las ciudades que no escuchan a sus jóvenes envejecen antes de tiempo.

Para los más pequeños —y para quienes pasamos horas de parque—, terrazas cerca de las zonas de juego. Y sombra. Y toboganes que no frían piernas en agosto.

Quiero una ciudad donde caminar, ir en bici o coger el bus sea más fácil que usar el coche. Donde sea más fácil jugar que consumir. Más fácil encontrarte con alguien que sentirte sola rodeada de gente.

Una ciudad donde las niñas aprendan a moverse con libertad, sin la sensación de estar vigiladas ni de tener que justificar cada tramo que recorren. Una ciudad que no las eduque en el miedo, sino en la pertenencia: este sitio es tuyo, puedes estar aquí, no tienes que pedir permiso para ocuparlo.

Quiero una Zaragoza que conserve lo que merece ser conservado: herbolarios antiguos, librerías con alma, panaderías que huelen a pan y no a masa congelada, bares donde aún te preguntan qué tal va la semana, mercados donde las verduras no parecen de plástico. Una ciudad que no entregue cada rincón al turismo fácil o al comercio rápido. Porque hay cosas que hacen ciudad… y otras que la vacían.

Quiero una Zaragoza que conserve lo que merece ser conservado: herbolarios antiguos, librerías con alma, panaderías que huelen a pan y no a masa congelada, bares donde aún te preguntan qué tal va la semana, mercados donde las verduras no parecen de plástico.

Quiero que mi hija viva en una ciudad donde el futuro no dé miedo. Donde el precio de la vivienda no convierta la independencia en un privilegio. Donde no tenga que aceptar sueldos indignos disfrazados de “oportunidad”, ni normalizar que para alquilar un piso haya que competir como si fuera una oposición.

Quiero una Zaragoza que entienda que la cultura no es un adorno. Que no dependa de los mismos cuatro programas de siempre, ni de los mismos carteles, ni de los mismos presupuestos congelados. Que mi hija vea que en su ciudad hay teatro, cine, música, arte, gente creando, gente pensando. Que sienta que el talento no se va siempre a otra parte.

Y, sobre todo, quiero una Zaragoza que nunca nos devuelva la sensación de ser visitantes en nuestra propia casa. Que camine por Independencia, Delicias, Las Fuentes, la margen izquierda, el Parque Grande, y sienta que esta es su ciudad: con sus luces, sus sombras, su cierzo y su forma peculiar de querer.

No una ciudad perfecta.
Una ciudad decente.
Amable.
Suficientemente buena como para que mi hija no tenga que marcharse para respirar.
Y suficientemente viva como para que, si un día se va, quiera volver.

Esa es la ciudad que quiero para ella.
Y también —aunque a veces se me olvide— la que quiero para mí.

La ciudad que quiero para mi hija (y para mí)

quiero una ciudad
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