Puede que en Aragón amemos diferente. Estoy seguro de que, para alguien foráneo, el acento francés es más sensual que el aragonés y, posiblemente, algún descarriado vea la Torre Eiffel más glamurosa que El Pilar, o los Campos Elíseos más sutiles que Paseo Independencia. Pero eso es solo porque no han vivido una cita romántica en Zaragoza.
La mía, comenzó con un café a las orillas del Ebro, en una de sus maravillosas terrazas. Pensé que, si nos quedábamos sin conversación, siempre podríamos mirar el fluir del agua. No sé si es muy romántico, pero, al menos, es entretenido. «Mira qué de pájaros» o el «pues es el más caudaloso de España, ¿eh?», suelen funcionar en momentos desesperados.
No hizo falta. El sonido del río solo nos salvó de algunos silencios incómodos, típicos de una primera cita. El sol comenzaba a ponerse y le propuse ver el atardecer desde el puente de Piedra. Allí, con el Pilar de fondo y manteniendo viva la banda sonora del Ebro que nos había acompañado durante toda la conversación, nos hicimos nuestro primer selfi. Vale, que tampoco sé si eso es romántico, pero sí se convirtió en nuestro primer recuerdo juntos.
Cuando me entró el miedo de que la cosa se estancara, decidí dar un paso más. Si ya habíamos tenido una charla amigable para romper el hielo, lo siguiente sería comer algo juntos. Nada mejor que acercarse al Tubo. Vale, no sé si es romántico, pero te permite saber de qué pie calza el otro. Unos champis, unas croquetas, alguna ración y todo ello bañado entre cerveza Ambar y algún vino de la región. La conversación cambió.
No se habla de las mismas cosas con un café que con una caña, así que nos adentramos en cosas más livianas, nos contamos anécdotas y descubrimos algún que otro contacto en común.
Ya que estamos aquí… ¿te apetece una copa? Y pronto las cañas se convirtieron en machacaos, los susurros en carcajadas y las conversaciones en bailes, apretados entre la masa de gente que nos rodeaba. Cambiamos hasta cuatro veces de local, sin ni siquiera salir del Casco. Alternábamos reguetón con música de los sesenta, de ahí nos pasábamos a canciones de la Carrá o de Rafael, pasando por las últimas tendencias en música electrónica. En todos bailamos. Y poco a poco, en todos nos comenzamos a mirar con otros ojos.
Cansados, con dolor de pies y alguna copa de más, decidimos volver dando un paseo. Cruzamos el Parque Labordeta, caminando apenas uno a un palmo de otro, como disimulando que no quisiéramos estar aún más cerca. Cruzamos por andadores de tierra escoltados por cientos flores de colores, cruzamos puentes de madera, esquivamos algún pato y subimos hasta lo más alto de las escaleras del Batallador.
Allí, con la panorámica del parque, de sus fuentes, paseos y jardines, nos besamos.
Suspiramos mirando hacia el infinito. Pasé mi brazo por sus hombros y ella, rodeó mi cintura.
Puede que Zaragoza no fuera París, pero como aquí, no se ama en ningún lado.
Y para ti, ¿cuál fue tu cita romántica en Zaragoza?