La nueva normalidad (aka la misma precariedad)

Y aquí estamos. Inmersos en la nueva normalidad que nos prometían hace casi 5 años, cuando nos convencieron con todo eso de que saldríamos mejores. Lo que nadie…

Pablo Sierra
12 de diciembre de 2024
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Y aquí estamos. Inmersos en la nueva normalidad que nos prometían hace casi 5 años, cuando nos convencieron con todo eso de que saldríamos mejores.

Lo que nadie nos explicó, aunque muchos temimos, es que esa nueva normalidad no era otra cosa sino la misma precariedad, pero pasada por el tamiz de los aplausos a las ocho y un duelo nacional, que duró lo mismo que tardaron cuatro listillos en descubrir que podían comenzar a cobrar comisiones de la venta de mascarillas.

Esa misma precariedad que llevó a que haya ciudades con un 20% de sus alquileres destinados al alquiler vacacional y que sus vecinos tengan que abandonar el barco (su ciudad) por no poder pagar a la semana lo que antes pagaban al mes. A que el 65% del salario de una persona (con suerte) se destine a poder tener un techo, mientras que otro 20% se destine a comer comida basura que sale del congelador porque no tiene tiempo para cocinar.

La misma precariedad que llevó a los ayuntamientos a malvender terreno público a empresas privadas, dinero que poco más tarde llega a esos mismos que las aprobaron a cambio de comisiones, primas o maletas en negro. Favores, futuros puestos de trabajo.

La precariedad que nos lleva a pagar 400 euros de guardería al mes porque no tenemos tiempo de cuidar a nuestros pequeños, ni podemos soportar con un solo sueldo en casa.

La precariedad, esa nueva precariedad, que permite subvencionar con dinero público a hospitales o universidades privadas, mientras las públicas tienen que convocar un claustro para saber si este año podrán poner, o no, la calefacción.

Esa precariedad, esa nueva normalidad, esa vieja precariedad, que lleva a los jóvenes a querer marchar a Andorra, que les ha convencido de que pagar impuestos es una tontería.

Me alegro sobremanera de que no sepan que una aseguradora privada les cobrará 2300 euros al mes por un tratamiento contra el cáncer y que acabarán acudiendo avergonzados al ambulatorio, del que un día renegaron porque no querían compartir sala de espera con otras diez personas (viejos, negros, pobres) y esperar a que alguien saliera con 20 minutos de retraso a gritar su nombre con desgana. No, ojalá no lo sepan. Ojalá su padre, su madre, su hermano o su hijo no tengan que pasar por eso porque entonces, y solo entonces, descubrirán que ni con todo el dinero de los pobres se podrán pagar las cosas de los ricos.

La normalidad de los alcaldes y presidentes (alcaldesas y presidentas, que nadie se enfade ni se lo tome a lo personal) de Instagram, de Twitter (aka X), que viven del parchís (de comer una y contar veinte). Siempre pensaron que no nos enteraríamos de la verdad, que no leeríamos en profundidad, que nos quedaríamos con la primera impresión. Ahora, tienen razón. Han creado el caldo de cultivo ideal y nosotros nos hemos plantado como si fuéramos lentejas. Y ellos, ellas, lo disfrutan. Vendemos nuestro futuro por dos Vive Latinos, cuatro Pilares y una Romareda. Han comprado periódicos, cadenas de televisión, editoriales y hasta canales de YouTube.  Y nosotros nos comemos lo que nos echen. Que aproveche.

Esta nueva normalidad, precaria, que difumina el éxito en empleos de 10 horas al día por 1400 euros al mes para una empresa que acaba despidiendo al 15% de la plantilla porque este año no llegó a sus objetivos de beneficios: marcado en los 2.500.000.000 de euros, quedándose solo en 2.490.000 de euros. Lástima. Los accionistas tienen que comer.

Estamos pensando en una reestructuración. Tu puesto se ha centralizado en Polonia. Lo siento. Pero te despedimos de forma procedente, sin indemnización, aunque sepamos que no es justo. Ahora tienes que ir a un arbitraje y denunciar a la empresa. Así cobrarás el finiquito. Sí, es así. Lo hacen todas las empresas. Es la nueva normalidad. Nos vemos en el juzgado. Pero eres muy valioso, ¿eh? Seguro que encuentras algo pronto. Ah, y gracias por fichar 8 horas en lugar de 10, dice mucho de ti. Cierra la puerta. Deja el móvil y el portátil en esa caja. Suerte.

Vivimos en la era de las Personas Altamente Sensibles, pero a la vez en la era de quien es capaz de seguir de comida mientras se inundan los pueblos de la comunidad que prometió dirigir (y proteger).

Vivimos en la era de las redes sociales y la información, pero a la vez en la era en la que una mujer no se acuerda de lo que hacía su pareja ni de dónde venían los maletines o las comisiones. Que no es capaz de explicar por qué su marido, que era funcionario, llegaba a casa con un Rolls Royce y le regaló un Rolex por su cumpleaños.

Vivimos en la era del feminismo, pero desde 2003 ha habido más de 1289 víctimas de violencia machista y el 90% de las reducciones de jornada las cogen las mujeres.

Vivimos en la era de la agricultura y la ganadería intensiva, pero a la vez siguen muriendo millones de personas de hambre cada día, mientras que se tiran toneladas de comida en la puerta de cada supermercado, que previamente ha pagado a una cooperativa dos céntimos por algo que luego intentan vender por tres euros el kilo.

Vivimos en la era de la globalización, pero a la vez se bombardea a familias por el hecho de vivir al otro lado de la frontera.

Vivimos en la era de la ecología y mientras nos cobran 20 céntimos por una bolsa de plástico, compramos camisetas a 10 euros que han viajado durante 55 días en un barco mercante y han sido fabricadas por niños de 12 años.

Pagamos impuestos en Irlanda, pero donamos máquinas a hospitales a los que nunca acudiremos.

Buscamos especialistas en ingeniería financiera para criticar después la falta de ayudas a la innovación.

Queremos curar el cáncer, pero dedicamos un 1,49% del PIB a la ciencia y precarizamos a los científicos a base de subvenciones tardías e irrisorias.

Nos enfrentamos al reto de un cambio de paradigma. Un cambio desprovisto de cualquier tipo de espiritualidad, de responsabilidad, en el que la imagen y el dinero son sinónimo de éxito. En el que un coche con cuatro letras impagadas tiene más valor que un viaje en un autobús de línea (pongamos el 24).

La Historia es clara. En realidad, nos han convencido para seguir engordando las cuentas de los mismos. Antes, poseían la tierra. Después, las fábricas. Ahora, también poseen la sanidad, la educación y hasta las viviendas que alquilamos. Seguimos en las mismas, solo que alguien nos convenció de que era más digno trabajar en una silla de oficina que en un campo de cultivo. Pero es lo mismo. Trabajamos para los mismos. Solo ha cambiado lo que hacemos, no para quién ni a cambio de qué lo hacemos.

Nos han exprimido hasta la exhaustación.

Esta nueva normalidad es la vieja precariedad de siempre.

Podría escribir cuarenta párrafos más, trescientas veinte frases más, dos mil quinientas palabras. Pero no, no lo haré. ¿Para qué?

Qué precarios, qué normales. Qué vulgares, qué pobres.

Qué remedio.

Este es mi pensamiento personal, escrito con la libertad que Zgz Ciudad me proporciona para escribir lo que me dé la gana y cuando me dé la gana. La libertad tiene un precio. Para mí y para el medio en el que escriba. Las críticas, a mí, por favor. Una más. No me importa. Ya nos veremos en la sala de espera de cualquier ambulatorio. Si es que queda alguno.

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