La leyenda del fantasma del Palacio de la Aljafería

Dicen que hay lugares donde el tiempo no pasa. Que las piedras respiran recuerdos, que las sombras guardan secretos. Y que cuando el silencio cae sobre la Aljafería, ese palacio de torres redondas que se alza en Zaragoza desde hace casi mil años, puede escucharse algo más que el viento entre los arcos: un suspiro antiguo, un lamento que no pertenece a este mundo.

El Palacio de la Aljafería nació para ser un refugio de belleza. Mandado construir en el siglo XI por el rey musulmán Al-Muqtadir, fue en su origen un palacio de recreo, un lugar de jardines, versos y fuentes. Pero los siglos no fueron amables. Con el paso del tiempo, la fortaleza cambió de manos, de usos y de destino: fue residencia real, cuartel, cárcel y sede de la Inquisición. Sus muros, que habían escuchado poesía, comenzaron a oír llantos.

Entre esas paredes que han visto pasar tanta historia, se esconde una de las leyendas más persistentes de Zaragoza: la del fantasma de la Aljafería. Una aparición femenina que, dicen, deambula por las torres cuando cae la noche, vestida de blanco, con el rostro pálido y una tristeza que hiela la sangre. Nadie sabe su nombre con certeza, pero todos los que han oído su historia la recuerdan como la Dama de la Torre del Trovador.

La historia de la Dama

Cuentan que en tiempos del Santo Oficio, cuando la Aljafería fue sede de la Inquisición, una joven noble fue encarcelada en una de las torres. Hay versiones que dicen que fue acusada de herejía; otras, que había desafiado el poder de su familia para amar a un hombre prohibido. En cualquiera de los casos, la condena fue la misma: la oscuridad.

La encerraron en una celda húmeda, con una pequeña ventana enrejada por la que apenas entraba un hilo de luz. Los guardias aseguraban que rezaba en voz baja, que cantaba al caer la noche, que pedía perdón por un pecado que no era suyo. Nadie volvió a verla salir con vida.

Una noche, cuando los carceleros abrieron la celda, encontraron el cuerpo de la joven inmóvil, envuelto en un velo blanco. Sus ojos estaban abiertos, fijos en la rendija por donde se filtraba la luna. Desde entonces, dicen, su espíritu quedó ligado a la torre.

El primer testimonio

El primer testimonio documentado del fantasma se remonta al siglo XIX. Durante unas obras de restauración, los obreros que trabajaban en los sótanos del palacio comenzaron a oír pasos en las galerías superiores. No eran pasos firmes, sino lentos, arrastrados, como si alguien caminara con un vestido largo sobre la piedra. Al principio pensaron que se trataba de un eco, pero una madrugada uno de ellos, el joven aprendiz llamado Joaquín, juró haberla visto.

Contó que al subir por la escalera de caracol que lleva a la Torre del Trovador, una figura blanca se detuvo en el rellano. Dijo que era alta, con el rostro cubierto por un velo, y que le tendió una mano. Cuando quiso gritar, la figura se desvaneció ante sus ojos, dejando tras de sí un aroma a cera y humedad.

Desde entonces, nadie quiso quedarse solo en la torre después del anochecer. Los vigilantes aseguraban que las antorchas se apagaban sin motivo, que las puertas crujían y que se escuchaban sollozos en la galería del norte.

El eco del miedo

Con el tiempo, la leyenda se volvió parte del propio carácter del palacio. Algunos guías, los más veteranos, confiesan que evitan mirar al fondo del corredor cuando cierran la última puerta al final del día. Uno de ellos, años atrás, relató que vio una luz encenderse en una ventana del piso superior mientras él apagaba las del patio. Al subir, no había nadie.

Los técnicos de televisión que rodaron allí documentales nocturnos aseguran haber captado interferencias extrañas: micrófonos que grababan una respiración, cámaras que se desenfocaban justo al apuntar a la torre. Nada concluyente, pero suficiente para alimentar la leyenda.

Una presencia sin nombre

A la Dama de la Aljafería no se le ha podido dar un nombre definitivo. Algunos cronistas la relacionan con las prisioneras del Santo Oficio, otras con una doncella musulmana que prefirió morir antes que ser entregada a los cristianos. En cualquier caso, el elemento común es el mismo: una mujer joven, muerta injustamente, condenada a repetir su dolor entre las piedras.

Hay quien dice que la ha visto asomarse por las almenas, envuelta en una neblina azulada. Otros, que se pasea junto al foso, cerca del agua, y que su figura se refleja en la superficie del estanque como un destello breve. Los más supersticiosos aseguran que si se la mira directamente a los ojos, el visitante siente un golpe de frío, como si el aire se volviera denso de repente.

La Aljafería, entre historia y misterio

Más allá de la leyenda, el Palacio de la Aljafería sigue siendo uno de los monumentos más importantes de Zaragoza y de toda España. Su mezcla de estilos —islámico, mudéjar, gótico y renacentista— resume siglos de convivencia y conflicto. Hoy es sede de las Cortes de Aragón, pero también un símbolo de la ciudad.

Tal vez esa dualidad explique por qué la historia del fantasma perdura: la Aljafería es un espacio donde la belleza convive con la sombra, donde lo político y lo espiritual se entrecruzan. Su fantasma representa todo lo que no se dice, todo lo que queda atrapado en los muros.

El susurro de las piedras

Quien camina por la Aljafería al anochecer nota algo que no ocurre en otros lugares. El aire cambia. El eco de los pasos se vuelve más profundo, como si las galerías tuvieran memoria. Si uno se detiene en silencio, puede sentir que el palacio respira, que escucha, que observa.

Y si la luna está alta y las torres proyectan su sombra sobre el patio, tal vez —solo tal vez— se vea una figura blanca avanzar lentamente entre los arcos, cruzar el patio y desvanecerse. No deja rastro, solo una sensación helada en el pecho.

Algunos dicen que es imaginación. Otros, que es la historia recordando a quienes murieron sin justicia. Pero en Zaragoza, pocos se atreven a negar que, cuando la noche cae sobre la Aljafería, algo se mueve en los muros. Algo que no pertenece al presente. Algo que sigue esperando ser escuchado.