Lo que estuvo y ya no está

En Navidad la ciudad también nota las ausencias. No es una metáfora: se notan físicamente, al caminar. Zaragoza se llena de luces, de hilo musical con villancicos, de…

Pai Alcolea
15 de diciembre de 2025
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En Navidad la ciudad también nota las ausencias. No es una metáfora: se notan físicamente, al caminar. Zaragoza se llena de luces, de hilo musical con villancicos, de anuncios que prometen reencuentros y mesas largas. Pero entre tanto brillo hay huecos muy concretos. Lugares donde algo estuvo y ya no está. Y esa sensación —la de buscar algo con el cuerpo antes que con la cabeza— se parece demasiado a la de echar de menos a alguien. Y llega un momento, antes o después, en el que todos hemos perdido a alguien.

Los cines han formado una parte de mi vida e identidad. De mi ocio adolescente y de mi vocación adulta. Y muchos de ellos ya no existen. No porque no se vea cine, sino porque ya no se ve así. El cine Palafox sigue ahí, y poco más. Resistiendo como una excepción que confirma la regla. Pero otros desaparecieron para dar paso a macro tiendas de uniformes. Podrían estar en cualquier ciudad. Los antiguos cines del centro, los de barrio, esos espacios donde la Navidad también significaba entrar a la sesión de día y salir de noche, abrigos bajo las butacas y aovillarse mientras comes palomitas y se te secan los ojos de no parpadear, ya no están. Donde antes había una sala oscura compartida, ahora hay una N pequeñísima en la soledad de una pantalla de móvil. Donde antes había una historia común, ahora puedes comprar el mismo top lencero que llevan en la cena de nochebuena tu abuela y tu prima de sexto de primaria. Donde se te cortaba la respiración cuando el Titanic se partía por la mitad, hay una sala igual de oscura pero desoladora, donde algunos se aprovechan de la desesperación a base de tragaperras. Las ausencias funcionan así: no solo es lo que se va, es lo que ocupa su lugar.

Las primeras navidades sin mi padre, no sabíamos qué hacer con su sitio en la mesa. Nadie sabía si sentarse ahí era buena o mala idea. Nadie sabía si sería peor la silla vacía o el espacio desierto sin ella. Nadie sabía cómo hacer que la mesa no gritase que no estaba.

Pasa con los cines, pero pasó con el Helados Italianos, con El Mañico o con Calzados Muro. Ahora son escaparates idénticos a los de Madrid, Valencia o cualquier aeropuerto. Pasa con bares de abuelos convertidos en locales de paso. Perdimos el Artigas, el Juan Sebastian Bar o el Erzo. Ahora tenemos nombres que no dicen nada y mesas que no invitan a tener conversaciones.

Y pasa también con las personas. Con las sillas que ya no se ponen. Las llamadas que ya no se hacen. Los nombres que no se dicen en voz alta porque duelen más cuando se pronuncian. La ciudad, como las casas, se reorganiza alrededor de esas ausencias. No las borramos: las rodeamos para que duelan menos. Pero duele igual. Las primeras navidades sin mi padre, no sabíamos qué hacer con su sitio en la mesa. Nadie sabía si sentarse ahí era buena o mala idea. Nadie sabía si sería peor la silla vacía o el espacio desierto sin ella. Nadie sabía cómo hacer que la mesa no gritase que no estaba. Con los años, se sigue adelante, se intenta no pensar, se sobrevive porque no queda otra cosa que se pueda hacer más que, a veces, fingir que no pasa nada.

Zaragoza, para eso, es una ciudad especialmente buena. Para fingir que no pasa nada. Es mi sensación. Las cosas desaparecen sin espectáculo. Cierran. Cambian. Se sustituyen. Y seguimos caminando. Quizá por eso la Navidad aquí es tan excesiva. Parece que te incite a grandes gestos emocionales. Me causa un poco de ansiedad la presión por estar contenta al ver un árbol falso lleno de plásticos colgando, ya lo he dicho en más de una ocasión. Me hace sentir un bicho raro que eso no me emocione. Que me de pereza bajar al centro colapsado de estímulos parpadeantes. A mi, me emocionaba más ir al cine, la verdad. Será que en Navidad, como todo insiste en estar lleno, las ausencias se subrayan más, y yo a veces necesito que algo me diga: esto también forma parte de la historia. Lo que estuvo. Lo que importó. Lo que no pudo seguir. Lo que no se pudo sostener.

Las ausencias duelen. Pero también nos dicen quiénes fuimos, quiénes somos y qué ciudad estamos construyendo cuando decidimos qué merece quedarse y qué estamos dispuestos a cambiar por algo que funcione, aunque ya no emocione. Estas fechas me ponen un poco nostálgica, pero también hay cambios a mejor. El Mercado Central tiene un bocadillo de pastrami tan bueno que a veces suspiro cuando lo recuerdo, y no hace tanto lo teníamos ahí en medio pero olvidado. Voy menos de lo que querría, pero cada vez que lo hago me enamoro del Caixaforum. Su nueva expo sobre Berlanga te tocará el corazón aunque no seas un friki del cine como yo. Y sólo lleva aquí desde 2014, aunque parezca toda la vida. Y barrios como Arcosur o Parque Venecia, que aunque yo no sea usuaria, entiendo que harán felices a sus vecinos.

En fin, que en Navidad parece que todo se vuelve más frágil, como un adorno de cristal. Por eso creo que quizá no sea tan mala idea detenerse un momento en las ausencias. No para llenarlas, sino para reconocerlas. Al final, hay que aprender a caminar aceptando lo que falta aunque, al pasar por ciertos sitios, el corazón todavía busque algo.

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Lo que estuvo y ya no está. En nosotros y en la ciudad.

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