Buenos días. Buenas noches.

Me despierto por la mañana. Son las cinco y media. Es la hora a la que me tengo que despertar para que me dé tiempo a ir al…

Dani Longás
22 de enero de 2024
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Índice

Me despierto por la mañana. Son las cinco y media. Es la hora a la que me tengo que despertar para que me dé tiempo a ir al gimnasio.

Tomo un café y reviso mis redes sociales.

[Vídeo de una influencer hablando sobre su maternidad]

Swipe

[Un psicólogo infantil hablando sobre las cinco claves para identificar si tu hijo es autista]

Swipe.

[Vídeo de la actuación de un humorista que parece estar de moda porque aparece cada tres reels en mi Instagram]

Swipe.

[Anuncio]

Swipe

[Promoción de la próxima de Netflix]

Swipe.

[Ana Guerra en un podcast]

Swipe.

[Anuncio]

Swipe.

[Xavi, el entrenador del Barça, diciendo algo del último partido]

Swipe.

[Otro vídeo de humor. Jaja. Este me ha hecho gracia]

Swipe.

[Chica bailando un trend]

Swipe.

[Otra chica bailando el mismo trend]

Swipe.

[Un señor diciéndole a un tipo, que se hizo millonario vendiendo gofres con el molde de su pene, que la Antártida está habitada por gigantes mientras un señor que dice que la tierra es plana sonríe a cámara]

Swipe.

Cierro Instagram y voy a una red social que se llamaba Twitter, pero a la que ahora el hombre más inteligente del mundo ha cambiado el nombre a X.

Los trending topics son del último capítulo de La isla de las tentaciones donde miles de personas juzgan desde su casa a una chavala de dieciocho años que lleva dos años con su novio de veintiséis (hago cuentas y no me cuadra), también se habla de los jugadores de los equipos que disputaron ayer Copa del Rey, algo sobre un videojuego que no me suena de nada y el nombre de un actor que no conozco, pero que murió ayer. Busco quién es. Me suena de alguna película, pero no recuerdo cuál. Se ha muerto. Lo siento relativamente.

Se ha pasado el rato en un abrir y cerrar de ojos. Llego tarde. Preparo la bolsa y salgo hacia el gimnasio. Necesito ponerme en forma. Las protuberancias en forma de michelines que tiemblan a cada paso a ambos lados de mi cintura son la señal inequívoca de que las Navidades han pasado factura y alguien me ha convencido de que tiene más sentido tener un cuerpo esculpido que solo muestro a mi pareja que me tiene más que visto. Aún así, mens sana in corpore sano, ¿pero mens sana?.

Tomo otro café de trago antes de salir, necesito estar despierto y he leído que la cafeína activa no sé qué enzimas que ayudan a perder peso más rápido. Cojo el coche. Conduzco veinte minutos hasta el gimnasio al que voy porque es el más cercano que abre a las seis de la mañana. Corro durante 30 minutos a 10 km/h. Pierdo 100 kcal (lo equivalente a una galleta de las cuatro que me comeré para desayunar). Boxeo un poco en el saco. Las siete.

Salgo hacia el trabajo. Llego a las siete y media. Reviso lo pendiente de la tarde anterior. Sonrío a mis compañeros mientras entran. Tengo tres reuniones, dos de ellas con clientes. Dedico el tiempo de la comida a leer. Otra reunión, ahora con una persona de mi equipo.

Son las cinco. Salgo. Recojo a mi hija de la escuela infantil (la llamaría guardería, pero todo el mundo se me echaría encima diciendo que he de llamarla escuela infantil o jardín de infancia porque el otro término es despectivo, como si nos consolara pensar que aprenden en una escuela o les plantan en un jardín, en lugar de guardárnoslos mientras trabajamos). Vamos al parque. Jugamos veinte minutos hasta que se aburre y comienza a intentar chupar uno de los columpios.

Vamos a hacer la compra. Algún día lo disfruta. Hoy no. Hoy toca tirarse al suelo de uno de los pasillos del Alcampo (que antes fue Día, pero al que como por arte de magia un día le cambiaron el rótulo) porque no le dejo llevar un paquete de yogures. Finalmente, se lo dejo llevar. Se le cae. Se han roto un par de yogures y aviso a una persona del supermercado para que me acerque una fregona o algo para limpiarlo. Me sonríe muy educadamente y me dice que no me preocupe. Como educo a mi hija en la crianza positiva me agacho a su altura, le sonrío y le explico que papá le agradece la ayuda, pero que tiene que cuidar porque si se caen los yogures pueden romperse, pero que confío en ella y que esas cosas pasan y tiene que aprender del error y que la quiero. Mi hija insiste en llevar los yogures en la mano y ahora se está restregando medio envase por la chaqueta, tiñéndola de un blanco viscoso.

Respiro.

Transpiro.

Pagamos. Llora porque tenemos que dejar los yogures en la cinta para pagarlos y ella los quiere seguir llevando en la mano. Me olvido de avisar a la mujer de la caja de que están rotos y ahora han chorreado por toda la cinta. «No pasa nada», me dice muy agradablemente.

Detrás de mí hay un chaval de unos veinte años con una caja de preservativos y un paquete de chicles y una señora de unos ciento cincuenta años cargada con un pack de seis botellas de agua mineral, incapaz de subirlo hasta la altura de la caja. Intento que mi hija no se escape y le pregunto a la señora si quiere que le ayude. El tipo de los condones no hace ademán de echarle una mano y yo elevo el paquete de botellas, que pesa un quintal —nueve kilos, más concretamente— hasta la cinta mientras mi hija trata de escaparse y corre hacia el lineal de cajas en el que el supermercado ha decidido poner, muy adecuadamente para ellos, un final de compra lleno de juguetes para niños y al que mi hija se ha tirado de cabeza cogiendo el mismo muñeco que ya tiene y diciendo «es mío, es mío».

La convenzo con herramientas de crianza no-tan-positiva —le arrebato el muñeco, lo coloco de nuevo en el línea y le digo que ya vale— y pago. Me cobran casi treinta euros lo que hace un par de semanas hubieran sido veinte euros.

Lo cargo todo entre los brazos para no gastar una bolsa de plástico —no quiero dañar el medio ambiente— y emprendo el camino de regreso a casa parando cada treinta segundos para que mi hija abrace cada árbol hasta que me pide que le lleve en brazos. Le explico que no puedo porque voy cargado con la compra. Acabo de darme cuenta de que me estoy pasando los yogures por la chaqueta de antelina, que ha pasado de azul a blanco.

Me vibra el teléfono del trabajo. Lo cogeré al llegar, ahora no puedo.

Subimos a casa por fin a casa. Mi pareja llega de trabajar desde las nueve de la mañana y despierta desde las siete, tras trabajar más de diez horas. Es autónoma y tal y como está la cosa…

Nos encontramos por fin.

—¿Qué tal el día?

—Bien, sin más. ¿Tú?

—Bien, sin más.

Mientras uno friega los platos de la cena del día anterior el otro juega con nuestra hija. Preparamos la cena los tres juntos. No tenemos hambre. Aún así cenamos.

Uno tiende la lavadora que pusimos al llegar y el otro baña a la niña.

Son las diez de la noche. Mientras uno la duerme el otro prepara el tupper de mañana.

Nos sentamos en el sofá. Mierda, me he olvidado de responder la llamada.

No echan nada en la tv y no tenemos fuerzas de buscar nada nuevo en una plataforma. Ponemos de fondo un programa en el que personas que no se conocen tratan de buscar el amor en la televisión porque no tienen tiempo de hacerlo en su día a día.

[Vídeo de otra influencer hablando sobre su maternidad]

Swipe

[Otro psicólogo infantil hablando sobre las cinco claves para identificar si tu hijo es inteligente]

Swipe.

[Vídeo de la actuación de un programa de máxima audiencia del día anterior]

Swipe.

[Anuncio]

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[Promoción de la próxima de Netflix]

Swipe.

[Aitana en un podcast]

Swipe.

[Anuncio]

Swipe.

[Ibai Llanos comentando un vídeo de El Xocas]

Swipe.

[Un vídeo de un accidente de circulación]

Swipe.

[Chica bailando un trend]

Swipe.

[Otra chica bailando el mismo trend]

Swipe.

[Un señor diciéndole a un tipo, que se hizo millonario vendiendo cursos online para mejorar en la vida, que para crecer en la vida hay que hacer burpees, madrugar y no masturbarse]

Swipe.

Me quedo dormido en el sofá. Mi pareja me despierta y vamos caminando hasta el baño. Son las once de la noche. Me despierto en seis horas para ir al gimnasio a hacer burpees. Mientras uno mea el otro le pasa el cepillo de dientes cargado de pasta.

Nos vamos a la cama. La persiana está rota y la farola que tenemos a dos metros, justo a la altura de nuestras cabezas, alumbra el dormitorio como si fuera de día.

—Tenemos que arreglar esa persiana.

—O comprar unas cortinas.

—¿Este finde?

—Vale.

—Buenas noches, descansa.

—Buenas noches. Mañana más.

—Te quiero.

—Y yo.

Nos besamos.

—Oye, ¿estás despierto?

—Sí.

—Hay que comprar papel higiénico. Que mañana uno u otro se acuerde, ¿vale?

—Vale.

—¿Te vas a acordar?

—No.

—Vale.

—Buenas noches.

—Buenas noches.

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